Yo residía en mi gran casa de
elefantes, arruinada, azul, con algunas puertas enfrentando los mares, movidas,
las mañanas eran saladas y filosas, las lunas daban vueltas apretándose las
manos, a veces, cuando volvía, derramada de la tierra, me esperaban todas
peinándose los brillantes cabellos, yo hice casa, vieja y alta, delirando con
tallar palabras en tu frente, limpiarla de los sueños antiguos, limpiarla, de
la vanidad de los amores, darte, en una distracción, la escultura de mi muerte,
decirte, acá están reunidas las moribundas, las mujeres y hombres y bestias que
fuí, señalarte, en esta muerte aparecés vos, en esta otra mis hermanos, en esta
pequeña las palomas negras de la catedral, todas las horas juntas que
observamos el cielo hasta la noche, las estrellas del verano, las telas del
ocaso a jirones, a veces, cuando vuelvo, me siento en las puertas a contar los
colores de la luz en el espacio que tenías, a veces, hambrienta, tomo largas
tazas de agua verde y canto mínimas canciones, la del conejo roto, la de la
torre oscura, siempre regreso a mi caída casa de elefantes, allí te desvaneces,
allí pierdes tus brazos, tu pecho, tu modo de mirar, todo se deshace, en los
regresos se amputan ciertas calles, algunas imágenes sepia donde sonreímos, el
cristal de tu mano donde bebía la literatura, siempre regreso, y prendo un
fueguito con madera de anís, y me acobijo en el hueco húmedo de una escalera y
abro libros, y creo que algún hombro tuyo, algún gesto, quedó atrapado entre
las páginas, y busco las ruinas, y vuelvo, y allí me apago, amor, me desdibujo,
torpe memoria de los días