miércoles, 30 de mayo de 2012

La moribunda



Yo residía en mi gran casa de elefantes, arruinada, azul, con algunas puertas enfrentando los mares, movidas, las mañanas eran saladas y filosas, las lunas daban vueltas apretándose las manos, a veces, cuando volvía, derramada de la tierra, me esperaban todas peinándose los brillantes cabellos, yo hice casa, vieja y alta, delirando con tallar palabras en tu frente, limpiarla de los sueños antiguos, limpiarla, de la vanidad de los amores, darte, en una distracción, la escultura de mi muerte, decirte, acá están reunidas las moribundas, las mujeres y hombres y bestias que fuí, señalarte, en esta muerte aparecés vos, en esta otra mis hermanos, en esta pequeña las palomas negras de la catedral, todas las horas juntas que observamos el cielo hasta la noche, las estrellas del verano, las telas del ocaso a jirones, a veces, cuando vuelvo, me siento en las puertas a contar los colores de la luz en el espacio que tenías, a veces, hambrienta, tomo largas tazas de agua verde y canto mínimas canciones, la del conejo roto, la de la torre oscura, siempre regreso a mi caída casa de elefantes, allí te desvaneces, allí pierdes tus brazos, tu pecho, tu modo de mirar, todo se deshace, en los regresos se amputan ciertas calles, algunas imágenes sepia donde sonreímos, el cristal de tu mano donde bebía la literatura, siempre regreso, y prendo un fueguito con madera de anís, y me acobijo en el hueco húmedo de una escalera y abro libros, y creo que algún hombro tuyo, algún gesto, quedó atrapado entre las páginas, y busco las ruinas, y vuelvo, y allí me apago, amor, me desdibujo, torpe memoria de los días